Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Terrorismo de ocasión

El 9 de octubre de 2023, el primer ministro británico, Rishi Sunak, se desplazó a una sinagoga del norte de Londres y se calzó una kipá sobre la coronilla para ofrecer la opinión de su gobierno en torno a los atentados de Hamás. «No son militantes, no son luchadores por la libertad. Son terroristas». Ovación. «No hay dos lados. Yo estoy con Israel». Ovación cerrada. Pero tras el pretexto de la opinión había una amenaza velada, una amonestación dirigida a la prensa del país y a la sociedad en su conjunto. Cualquiera que se apartara un milímetro de esa doctrina y ese vocabulario iba a ser perseguido sin clemencia por las autoridades. También la BBC.

Sucede que la radiotelevisión pública británica se niega a utilizar la jerga oficial y siempre había llamado «militantes» a los miembros de Hamás igual que a los activos de otros grupos proscritos en Europa. Es un principio elemental de su libro de estilo: adjudicar el apelativo de «terrorista» implica renunciar al periodismo para abrazar la propaganda. No tardaron en multiplicarse las presiones, primero de los portavoces del Gobierno británico y finalmente del presidente israelí Isaac Herzog. Pocos días más tarde, la BBC sucumbió parcialmente a la campaña de hostigamiento y renunció al calificativo de «militante».

Ahora que Gaza ha cobrado el aspecto de una morgue a cielo abierto, parece inevitable reconsiderar tanto las adhesiones como la semántica. Las alianzas de Rishi Sunak permanecen intocadas incluso después de que Israel haya asesinado a tres cooperantes británicos. La terminología también se mantiene intacta, entre otras cosas, porque Israel es un cliente exquisito de la industria armamentística y Sunak se resiste a aplicar el embargo de armas. A pesar del terror cotidiano y del número insoportable de cadáveres, ni el primer ministro ni ninguna voz autorizada de la prensa libre se ha atrevido a llamar «terroristas» a los secuaces de Netanyahu.

Las instancias de poder forjan su propio léxico y lo sostienen con el gesto imperativo de un domador de circo. No basta con reprobar un atentado: tenemos que pasar por el aro ardiente de las palabras porque uniformar nuestro vocabulario es la forma más eficaz de disciplinar nuestras ideas. La investigadora Lisa Stampnitzky explica que el 11-S trajo consigo una nueva concepción del terrorismo. Así, George W. Bush definía al terrorista como a un ente patológico cuyas acciones escapan al entendimiento. Frente al mal en su forma más pura, solo cabe la guerra total y todo aquel que interponga cualquier duda u objeción será vapuleado como cómplice del enemigo.

Este mecanismo autoritario, viejo como el mundo mismo, regresó con ímpetu a las puertas de las pasadas elecciones autonómicas vascas. En un momento dado, las encuestas no solo pronosticaban un ascenso arrollador de EH Bildu sino que, sobre todo, cuestionaban la mayoría del PNV y el PSE en el Parlamento. Es entonces cuando el Grupo Prisa corrió en auxilio de Eneko Andueza y entró como un diplodocus en una cristalería para tratar de adjudicar a Pello Otxandiano un forzado sambenito terrorista. La ofensiva no pretendía disuadir a los votantes de EH Bildu, que están curados de espanto y se mantienen tan fieles a su papeleta como auguraban los sondeos. El objetivo era otro.

Señor Andueza, preguntan los preguntadores. ¿Por qué usted se niega a investir como lehendakari a Otxandiano? ¿Cómo justifica que Pedro Sánchez se siente a negociar con EH Bildu en Madrid pero el PSE solo tenga ojos para Imanol Pradales? ¿Cómo se comprende que María Chivite acepte de buen grado el soporte de Laura Aznal mientras usted arrima el ascua a la sardina de Sabin Etxea? Andueza necesita una coartada, la misma que necesita Pradales, el terrorismo que nunca se acaba, el terrorismo como argumento infinito, el terrorismo que resulta un tabú inquebrantable en Gasteiz pero desaparece por arte de magia cuando no salen las cuentas en el Parlamento navarro o en las Cortes españolas.

Algunos discursos cotizan al alza en el mercado de los dobles raseros. Podríamos añadir aquí que Felipe González negaba la existencia del terrorismo estatal y que el Gobierno español, preguntando al respecto hace apenas cuatro años, respondía con la misma insolencia: «en España no hay terrorismo de Estado». Podríamos también recordar a aquellos que hace unos meses apelaban al derecho a la legítima defensa de Israel y ahora que conocemos las cifras del genocidio palestino se parapetan tras los eufemismos. La hipocresía está ahí y hay que constatarla, pero no merece la pena enfangarse en una competición de agravios.

Merece la pena, eso sí, comprender por qué los actores políticos y mediáticos actúan como actúan, al dictado de qué intereses pecuniarios y en el reparto de qué jugosas plusvalías. El obstáculo artificial del terrorismo continuará sobre la mesa hasta que el PNV y el PSE se dividan el premio gordo de los consejeros, los directores y sus asesorías. Seguiremos escuchando las metáforas manidas de otros tiempos, la mochila, el camino por recorrer y toda esa cansina palabrería que no fortalece la ética sino que trata de usufructuarla. Que instala memorias unilaterales y dulcifica su contundencia según el color de las víctimas y los victimarios.

Muy pronto, cuando Pradales y Andueza hayan distribuido cada pieza del pastel gubernamental, los sermones empezarán a templarse. Las apelaciones al terrorismo volverán a ser patrimonio casi exclusivo de Feijóo y de Abascal, un recurso pestilente y desesperado de aquellos que utilizan el dolor como coartada para llenarse las carteras. El PSOE pedirá un cierre de filas frente a la ultraderecha. El PNV, como de costumbre, se lamentará de que EH Bildu no le apoye por la cara no sé qué ley o no sé qué presupuestos. ¿No quedábamos en que nadie quiere acuerdos con la izquierda abertzale? Terrorismo de saldo y ocasión, inquisiciones de mercadillo.

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